Termina la Feria del Libro de Madrid y proliferan los comentarios de los visitantes que, aparte de la experiencia cultural, andan como embobados -reconozco que yo también caí en ese frívolo pasatiempo- a la caza del rostro conocido.
La Feria es una maravillosa oportunidad para darse un baño de multitudes contenida éstas por la sabia protección de un mostrador repleto de obras propias y ajenas con la esperanza de alentar con la sonrisa y la pose afectada al desembolso que de otra manera jamás ocurriría.
Los hay que baten récords en una sola tarde -¿fueron 2500 las firmas de Ken Follet?-. Y los hay que atraen a la gente por su carisma, desparpajo o ranking televisivo.
Todos hemos sabido de la presencia allí de Boris Izaguirre, Aída, el juez Garzón, Julián Lagos, Sánchez Dragó, Vázquez Figueroa, Almudena Grandes, Guillermo Fesser, Lorenzo Silva, Francisco Ibáñez, Antonio Mingote, y tantos otros.
Algunos, los profesionales de verdad, viven la experiencia como parte de su trabajo. Tan importante es la promoción como la publicidad. Otros, simple y llanamente superferolíticos de vocación, se exponen como mercadería.
Largas colas esperan frente a las casetas populares mientras los famosos y famosetes soportan los flashes, las peticiones, los saludos y las críticas con la perfecta cara de satisfacción.
Pero hubo un caso que me hizo replantearme mi actitud.
En una de las casetas más solitarias aguardaba Miliki, el antiguo payaso de la tele.
Verlo fue como encontrar a alguien familiar, como un abuelito perdido.
Reconozco que me intimidó su clase, su saber estar: aguardaba con una sonrisa lánguida a que alguien se acercara a comprar o simplemente a hablar de su libro. Pero no perdía la compostura con las fotos o los comentarios de la gente que no paraban de señalarle con el dedo, sin querer otra cosa que el trofeo visual de turno.
Me sentí extrañamente cohibida en su presencia, frente a tamaña serenidad. Parecía tan mayor y vulnerable y a la vez tan digno que fui incapaz de hacer otra cosa más que dedicarle un saludo con la cabeza.
La presencia del resto de escritores dejó de tener significado o importancia para mí.
He decidido que casi prefiero continuar con la imagen mental que poseo de mis autores favoritos, y obviar toda posibilidad de descubrir sus pies de barro.
A no ser que nos inviten a Cenar en la Taberna, claro. ;-)