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miércoles, 27 de febrero de 2008

Náufrago


Un hombre cabal realizaba una travesía cuando su barco, sometido por una tempestad que lo alcanzó de improviso, sucumbió. Toda la tripulación y los pasajeros se ahogaron, excepto nuestro hombre que logró aferrarse a una tabla.
Exhausto, la marea lo depositó en una playa.
Cuando el náufrago se recobró lo bastante como para explorar, comprobó que había ido a parar a una pequeña isla desierta.
La desesperación hizo presa de él: lloró, maldijo, juró por los infiernos...pero nada consiguió cambiar su situación.
El hambre y la intemperie lograron aplacar la furia de nuestro protagonista, haciendo que pensara construir un refugio dónde resguardarse y proteger las escasas pertenencias que la marea tenía a bien arrojar a las orillas y que él valoraba por encima de todo.
Un día, una tormenta lo pilló de improviso recolectando por el interior de la isla. Corrió hacia su refugio pero...¡lo peor había pasado!
Un rayo había alcanzado la endeble estructura, que ahora ardía con todo lo que contenía en su interior.
El náufrago, en un arranque de furia, clamó contra el cielo:
-¡No sólo no me habéis escuchado cuando pedí que me rescataran. Ahora, además, os burláis de mí dejándome expuesto, sin refugio y sin medios de subsistir!
Llorando, agotado, vencido, se quedó dormido.
Algo lo despertó. Un ruido extraño, nada de los habituales parloteos de los pájaros ni el arrullo del mar. No, algo había cambiado.
De repente, lo volvió a oír: era la sirena de un barco, que se acercaba a su isla.
Cuando lo rescataron, maravillado preguntó a sus salvadores cómo supieron que estaba allí.
-Muy sencillo: Vimos el humo.


Aunque sea verdad que no hay mal que por bien no venga, es innegable que no todas las lecciones son sencillas de aprender. A veces exigen sacrificios, a veces mucho dolor. Y a veces una se pregunta si el beneficio mereció la pena.
Ayer fue uno de estos días. Y aún arrastro su secuela.
Ruego a los diosecillos traviesos que nos den una tregua. Aunque...quién sabe.

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